lunes, 8 de octubre de 2012

El matarife.


Tenía fascinación por los cuchillos, de chico llevaba uno de palo a la cintura y simulaba una sonrisa de bandido complacido. A los doce años de edad el abuelo le regaló la primera cuchilla sevillana y desde entonces empezó a coleccionar todo tipo de arma filosa en un baúl, y cuando se llenó el baúl las apilaba en el granero donde pasaba largas horas practicando y regresaba a casa con cortaduras en los dedos y en el cuello y en las orejas y sangre que le chorreaba del cráneo, tanto fue su interés en la perfección del uso del cuchillo que se encerró en el granero y se colgó del techo por los pies y tiraba cuatro cuchillos al tiempo, en direcciones diferentes, a cuatro mazorcas de maíz que colgaban del techo. Se escuchaba un constante acuchilleo contra las paredes del granero como un reloj invariable, día y noche, por muchos días y una mañana cuando ya le habíamos olvidado, cesó y se abrieron de súbito las puertas del granero y salió haciendo un perfecto equilibrio de cuchillo sobre la nariz y caminaba con los brazos extendidos y los ojos cerrados con la maestría de un vidente. Entró en la casa y nadie notó su presencia, silbando pasó por el comedor donde tomaban las viejas el café y entró en la cocina y en cada habitación de la casa como buscando la aprobación de alguien o una palmada en el hombro, pasó por donde aparejaban los caballos pisoteando con grandes zancadas el estiércol y nadie reparó en él. Como un fantasma silbando cruzó por el gallinero y lo vi sentarse como un fantasma en el brocal del pozo aún con el cuchillo sobre la nariz, entrar en las horas de la noche, inmóvil mirando fijamente el filoso instrumento. Se creyó un fantasma desde entonces y hablaba con fantasmas y silbaba una melodía de odio que sólo los fantasmas escuchan, silban, que sólo los fantasmas reconocen. Podría haber sido el mejor de los cirqueros de no haber nacido en Santa Ana de Viajacas por donde no pasaban ni los circos, en Santa Ana de Viajacas un cuchillo no podía ser más que un cuchillo.
Creció encerrado en el granero donde prolongaba sus sesiones de prácticas colgado por los pies del techo, se hizo un personaje grotesco arrastrado por el deseo vehemente de ser reconocido o por la naturaleza bárbara que habitaba en sus  huesos, comía bárbaramente, desordenadamente, comía toda la comida junta y revuelta en un solo plato, lo vi comerse un mango con las manos ensangrentadas, tomar agua de la tina de abrevar los animales en el cuenco de la mano misma en la que sostenía el cuchillo aún goteante de sangre fresca de chivo. Olía a chivo, a rayo, olía a cuero rústico de vaca. Se rodeó de gente ávida de adquirir sus cualidades y practicaban en el granero día y noche. Como una caballeriza que avanzaba atropelladamente sobre la llanura blanca era el ruido constante de los cuchillos penetrando la madera que ensordecía a las viejas que tomaban el café en el comedor y se repetía en sus conversaciones o se quedaban en profunda meditación o sueño. El ruido endureció la  leche en   las tetas  de la vacas y tumbó las flores  de  los framboyanes, y finalmente cesó estrepitosamente como el acto final de una melodía de tamboras, mas no era el silencio que precedió aquel ruido final un acto de cierre sino el principio, porque desde aquel mismo día empezaron los días de las tribulaciones de la carne de res en Santa Ana de Viajacas, así llegaron a llamarle porque aunque al principio la venta ilegal de carne de res trajo un color rosáceo a las caras de los habitantes de Santa Ana de Viajacas, en poco tiempo el miedo a perder las bestias con las que labraban la tierra, trajo una palidez extrema, porque pasaban las noches sin dormir y se enfrentaban a los ruidos agazapados en la oscuridad como en la época en que hicimos muros y nos encerramos a luchar contra nadie. Mi padre metió un caballo dentro de la casa, aún recuerdo el primer intento y el animal resintiéndose como si lo esperara un gran cuchillo en la oscuridad y las patadas contra la pared y el irresistible olor a estiércol y orín rancio en las horas de la madrugada como un espinoso caballito de aire penetrándonos los huecos de la nariz. Las  preocupaciones  de  Santa  Ana  de Viajacas crecían a medida que aparecían más osamentas, y los hallazgos eran el centro de las conversaciones de las viejas que tomaban el café, que mencionaban un nombre entre los dientes como si hablaran de un fantasma y se repetían en sus conversaciones y se turbaban como si una caballeriza avanzara sobre ellas atropelladamente.
El día que apareció aquel toro echado en medio de la tierra blanca, Santa Ana de Viajacas, que se había defendido del hambre de una manera bárbara, estaba allí como un fantasma indefenso, enredado en los alambres de la cerca contemplando la muerte, el animal de lejos parecía hundido en el fango, pero le habían cortado vivo las extremidades y aún respiraba. Mi padre empujó la multitud lejos del animal y estuvo allí de pie junto al toro hasta su muerte, mi padre que era fuerte como un toro volvió a casa con los ojos vidriosos de haber llorado mucho.

Cuento de "En el lenguaje lascivo de los perro"/ Editorial Velaménes 2010

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