Tenía fascinación por los
cuchillos, de chico llevaba uno de palo a la cintura y simulaba una sonrisa de
bandido complacido. A los doce años de edad el abuelo le regaló la primera
cuchilla sevillana y desde entonces empezó a coleccionar todo tipo de arma
filosa en un baúl, y cuando se llenó el baúl las apilaba en el granero donde
pasaba largas horas practicando y regresaba a casa con cortaduras en los dedos
y en el cuello y en las orejas y sangre
que le chorreaba del cráneo, tanto fue su interés en la perfección del uso del
cuchillo que se encerró en el granero y se colgó del techo por los pies y
tiraba cuatro cuchillos al tiempo, en direcciones diferentes, a cuatro mazorcas
de maíz que colgaban del techo. Se escuchaba un constante acuchilleo contra las
paredes del granero como un reloj invariable, día y noche, por muchos días y
una mañana cuando ya le habíamos olvidado, cesó y se abrieron de súbito las
puertas del granero y salió haciendo un perfecto equilibrio de cuchillo sobre
la nariz y caminaba con los brazos extendidos y los ojos cerrados con la
maestría de un vidente. Entró en la casa y nadie notó su presencia, silbando
pasó por el comedor donde tomaban las viejas el café y entró en la cocina y en
cada habitación de la casa como buscando la aprobación de alguien o una palmada
en el hombro, pasó por donde aparejaban los caballos pisoteando con grandes
zancadas el estiércol y nadie reparó en él. Como un fantasma silbando cruzó por
el gallinero y lo vi sentarse como un fantasma
en el brocal del pozo aún con el cuchillo sobre la nariz, entrar en las horas
de la noche, inmóvil mirando fijamente el filoso instrumento. Se creyó un
fantasma desde entonces y hablaba con fantasmas y silbaba una melodía de odio
que sólo los fantasmas escuchan, silban, que sólo los fantasmas reconocen.
Podría haber sido el mejor de los cirqueros de no haber nacido en Santa Ana de
Viajacas por donde no pasaban ni los circos, en Santa Ana de Viajacas un
cuchillo no podía ser más que un cuchillo.
Creció encerrado en el granero donde prolongaba sus
sesiones de prácticas colgado por los pies del techo, se hizo un personaje
grotesco arrastrado por el deseo vehemente de ser reconocido o por la
naturaleza bárbara que habitaba en sus
huesos, comía bárbaramente, desordenadamente, comía toda la comida junta
y revuelta en un solo plato, lo vi comerse un mango con las manos
ensangrentadas, tomar agua de la tina de abrevar los animales en el cuenco de
la mano misma en la que sostenía el cuchillo aún goteante de sangre fresca de chivo. Olía a chivo, a rayo, olía a cuero
rústico de vaca. Se rodeó de gente ávida de adquirir sus cualidades y
practicaban en el granero día y noche. Como una caballeriza que avanzaba
atropelladamente sobre la llanura blanca era el ruido constante de los
cuchillos penetrando la madera que ensordecía a las viejas que tomaban el café
en el comedor y se repetía en sus conversaciones o se quedaban en profunda
meditación o sueño. El ruido endureció la
leche en las tetas de la vacas y tumbó las flores de los
framboyanes, y finalmente cesó estrepitosamente como el acto final de una
melodía de tamboras, mas no era el silencio que precedió aquel ruido final un
acto de cierre sino el principio, porque desde aquel mismo día empezaron los
días de las tribulaciones de la carne de res en Santa Ana de Viajacas, así
llegaron a llamarle porque aunque al principio la venta ilegal de carne de res
trajo un color rosáceo a las caras de los habitantes de Santa Ana de Viajacas,
en poco tiempo el miedo a perder las bestias con las que labraban la tierra, trajo una palidez extrema, porque
pasaban las noches sin dormir y se enfrentaban a los ruidos agazapados en la
oscuridad como en la época en que hicimos muros y nos encerramos a luchar
contra nadie. Mi padre metió un caballo dentro de la casa, aún recuerdo el
primer intento y el animal resintiéndose como si lo esperara un gran cuchillo
en la oscuridad y las patadas contra la pared y el irresistible olor a
estiércol y orín rancio en las horas de la madrugada como un espinoso caballito
de aire penetrándonos los huecos de la nariz. Las preocupaciones de
Santa Ana de Viajacas crecían a medida que aparecían
más osamentas, y los hallazgos eran el centro de las conversaciones de las
viejas que tomaban el café, que mencionaban un nombre entre los dientes como si
hablaran de un fantasma y se repetían en sus conversaciones y se turbaban como
si una caballeriza avanzara sobre ellas atropelladamente.
El día que apareció aquel toro echado en medio de la
tierra blanca, Santa Ana de Viajacas, que se había defendido del hambre de una manera bárbara, estaba allí como un
fantasma indefenso, enredado en los alambres de la cerca contemplando la
muerte, el animal de lejos parecía hundido en el fango, pero le habían cortado
vivo las extremidades y aún respiraba. Mi padre empujó la multitud lejos del
animal y estuvo allí de pie junto al toro hasta su muerte, mi padre que era
fuerte como un toro volvió a casa con los ojos vidriosos de haber llorado
mucho.
Cuento de "En el lenguaje lascivo de los perro"/ Editorial Velaménes 2010
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