jueves, 18 de octubre de 2012

Una nota de Félix Luis Viera sobre mi libro

“En el lenguaje lascivo de los perros”, de Adalberto Guerra  

Invito a leer este libro de cuentos recientemente publicado por la Editorial Velámenes (Palm Beach, Florida). Es uno de esos libros del género que suelen ser llamados de “unidad temática” o “ciclo de cuentos”. Según mi experiencia, quienes escriben un volumen como éste, finalmente van parar en la novela.
Un ciclo de cuentos es una obra que suele nacer de un tirón, casi siempre como consecuencia de una obsesión del hombre-escritor. Y casi siempre aborda el asunto de la niñez o, en fin, un hecho lejano en el tiempo. La literatura latinoamericana ha hecho de esta modalidad una tradición. Por una razón obvia, todos los cuentos de un volumen así, suelen desarrollarse en una misma locación y, por la misma razón, el narrador debe ser solo uno y único. Un hándicap: cada cuento debe tener un valor per se y, a la par, un valor de referencia con el todo que se narra.
Adalberto Guerra (Matanzas, Cuba, 1967), residente en Miami, ha logrado un buen libro con estas características. En el lenguaje lascivo de los perros alcanza las exigencias antes enunciadas y, por si fuera poco, está permeado de las capacidades de poeta que ya ha demostrado su autor. Como otros de sus pares, el anecdotario de este libro nos lleva a las zonas rurales, en este caso de Cuba. El quid del logro de estas narraciones —o uno de ellos— es que Guerra al narrar la niñez, lo hace desde la perspectiva infantil, pero no comete el error de apoyarse en un niño narrador, lo cual nos ha traído una retórica saturada de impresionismo y de imágenes más efectistas que efectivas.
Hay mucho de mito y leyenda en En el lenguaje lascivo de los perros, pero estos están trabajados de tal manera que, sus esencias, se conectan con una propuesta del raciocinio, lo cual les otorga un valor adicional, un alimento adicional para el conocimiento; quiero decir, los elementos míticos no se quedan en lo pintoresco.
El narrador lo sabe todo, pero no es omnisciente hasta el facilismo. Y será por el poeta que Guerra ha demostrado ser, que resulta imposible hallar a lo largo de las 77 páginas que conforman la obra, por ejemplo, un adjetivo extraviado; pero sí un ritmo que en uno y otro fragmento, por momentos, aún nos hace apartarnos de la acción; el mismo resultado que logran ciertas metáforas de suma singularidad.
Santa Ana de Viajacas —locación, pueblo, punto rural donde se desarrollan las acciones— de ningún modo tiene relación (aunque cuando se comienza la lectura así lo parezca) con otros escenarios semejantes de libros del mismo corte. Y, gracias a Dios, tampoco las acciones narradas abogan por el llamado realismo mágico; que ya de “magiquismo” estamos hasta los tuétanos.
Un personaje recurrente es el abuelo, visto por el nieto, interpretado por éste; así, queda alejado suficientemente del planteo narrativo, lo que resulta en más libertad para el narrador, que de ningún modo llega a ser protagonista. Más lo son las costumbres de Santa Ana de Viajacas, que no por singulares dejan de tener una conexión, en cuanto a las enjundias de lo narrado, con una época y un sector todo de la nación cubana. Flora, fauna —algún segmento de estas ya irrecuperable— se convierten también en elementos protagónicos de lo contado. La crítica social punza por debajo, o se desliza como por ley de gravedad, sin que el narrador parezca fijarse en ello. Así debe ser, al menos en la mayoría de las obras de la narrativa.
De las 18 piezas del conjunto, destaco “Del rey de los toldos lo heredamos”, el desgarrador “Casas de campo”, “Caldo de pollo”, o “Los muros dentro del muro”, por estar estas entre las que de mejor manera abordan lo que el autor se propuso, tal como señalábamos al inicio de estas líneas. La frustración, la rebeldía son temas muy bien tratados en cuentos como “El matarife”; las psicosis, que despunta en uno y otro texto, tienen su paradigma en “Región blanca”.
Algo que desmiente este libro —que invita a ser leído de un trago, y que goza de una espléndida portada, obra de la pintora argentina Gladys Fretes— es la afirmación de no pocos especialistas de que el llamado “mundo campesino” de Cuba ya no da para más ficción literaria. Sí da, solo que hay que saberlo tratar, como hace Adalberto Guerra. Yo le quedo agradecido por esta demostración. Y espero su obra mayor.

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