Cuando el galeno llegó con su
indumentaria médica, varios sacos con huesos y un esqueleto de camello en un
cajón, la gente empezó a mirarlo como una maldición porque antes de su llegada
no había enfermado o muerto nadie en Santa Ana de Viajacas, en cambio, el
galeno había visto a tanta gente morir que hablaba de la muerte como la misma
naturaleza con que hablaba de sus viajes de caza, y para ilustrarlo extrajo de
un saco un esqueleto y lo colocó sobre una especie de percha suspendida en el
aire y tomando al muerto por los dedos de la mano, lo zarandeaba como para que
encajaran los huesos que andaban en desorden, y decía –en caso de picadura,
se debe- y daba una larga disertación sobre las picadas de víboras en el
área genital, al tiempo que hacía con una maruga de niño el sonido de una
serpiente cascabel y daba recomendaciones de no orinar sobre los huecos de las
piedras y proseguía, -la amputación debe de hacerse-, y los presentes se
llevaban ambas manos a las entrepiernas y aguantaban la respiración, y así saltando
iba de una enfermedad a otra hasta llegar a la muerte, por lo que empezaron a
pensar por primera vez profundamente en la muerte y en las víboras, en una isla
sin víboras.
Aunque el médico parecía estar
de paso, desclavó ante los ojos impávidos de los residentes de Santa Ana de
Viajacas el enorme cajón donde guardaba la osamenta del camello y empezó a
armarlo como a un rompecabezas sobre un pedestal de madera y daba la
explicación completa sobre el hallazgo del rumiante sin detenerse en su labor
mecánica de ir peinando la curtida piel y hablando y golpeado con el pie a
manera de realinear los casco para darle una expresión de movimiento detenido
en el aire y hablando sobre los viajes de caza y la travesía por el desierto y
el negro que metió la mano en el vientre del puma y extrajo la espina de un
pez, y así, muchas historias, con soltura tal, que la gente decía, -cuéntanos
otra vez, esa, la del hombre que vivía con hienas-, y hacía una
pausa como buscando la anécdota en un libro inmenso y ahí comenzaba su larga
disertación sobre lo que había visto -con estos ojos-como
refería para darle halo de veracidad a lo dicho.
El único médico que había en
Santa Ana de Viajacas que llegó antes de los vendedores de cepillos de lavar y
antes que los últimos predicadores, que parecía más un vendedor de cepillos o
un predicador, que un médico, porque se la pasaba hablando de la osamenta de
camello y aseguraba haberla arrastrado tres días por el desierto en uno de sus
viajes de caza, no sé de donde porque no hay desiertos en la isla, ni camellos,
el caso es que muchos aseveraban que era una osamenta de asno por el diminuto
cuello, ausencia total de joroba y la largura extraordinaria del falo; pero el
médico del pueblo era el médico del pueblo, un hombre de muchas palabras que se
empeñaba en hacer una vasta explicación hasta sobre las mutaciones de los
parásitos intestinales, y para ilústralo echaba un escupitajo de tabaco sobre
una piedra y dibujaba la cavidad anal y daba la explicación completa sobre
las migraciones de los oxiuros en las horas de la noche. Hablaba
con un tono de sabio insuperable por lo que la gente aprendió a asentir con la
cabeza cuando hablaba del dromedario o de cualquier cosa con tal de no dar la
impresión de desconcierto porque entonces venía la larga narración, reforzada
siempre por las simulaciones sonoras que emitía en imitación del aullido de un
perro o el ruido que hace un mulo al caer por un barranco, y para concluir; una
pausa larga y la mirada inquisitiva como en espera de un movimiento de cabeza
que le aseguraba que estabas entendiendo, de lo contrario volvía al inicio del
asusto.
Como la gente asentía con la
cabeza sin reparar mucho en sus palabras, la historia de una liebre, podía
deslizarse entre las muchas historias como una liebre más, una historia más.
El médico había importado
liebres que criaba para experimentos en su búsqueda de una inoculación contra
la somnolencia, porque aunque tenía la apariencia de estar alerta, se dormía
durante las conversaciones y cabeceaba y hacía intervalos largos que eran
percibidos por pausas, que no era más que una pérdida senil del hilo
conversacional por lo que volvía al inicio de la conversación sin pretenderlo,
abriendo y cerrando los ojos de pronto y golpeando al interlocutor en el hombro
como despertándose así mismo del letargo.
Con el tiempo, abandonó la
inútil tarea de buscar un remedio contra la somnolencia porque los animalillos
de alguna extraña forma se cruzaron con conejos de la isla y habitaban en todas
partes, y en vez de traer la cura esperada, produjeron todo tipo de desorden y
copulaban y dormían en su propia cama con sueños tan profundos que le era
imposible removerlas porque cuando empujaba una hacia el piso, rodaba otra del
armario y tomaba el lugar de la anterior y así sucesivamente, por lo que tenía
que dormir en posición eréctil, al no haber en la casa un solo sitio donde no
hubiera un bulto peludo dormitando.
Para su agravio, de día se
soleaban todas sobre la osamenta del camello que parecía de lejos un muñeco de
nieve en cuatro patas, y se orinaban sobre los cántaros de agua y sobre las
tendederas de ropa y defecaban sobre la leche hirviendo, con descaro tal, que
todo se tornó amarillo y con un irresistible olor a liebre, más bien a conejo
macho, mal olor por el que podía anticiparse su llegada.
Lo que pudo haber sido la
cura, llegó a ser una epidemia que escoltaría al galeno por muchos años, al
grado que llegó a tener conversaciones con ellas cuando dormitaba en público y
estiraba ambas manos como tratando de separar los conejos de las liebres,
tratando de estrangularlas y escupía con asco como si sorbiera la leche acida.
Adquirió la manía de olerse constantemente la ropa y mirarse la suela de los
zapatos buscando residuos de excreción, tan grande era su sensación de asedio
que llegó finalmente a amar la somnolencia porque era el único intervalo mental
de soledad, y aunque usualmente lo despertaba el sobresalto de ser perseguido
por gigantescos lepus, un segundo podía ser una tregua, una
migración placida donde volvía a los años de su juventud, siempre a la misma
taberna con dos enanas bailando sobre rosas.
Adalberto Guerra.
del libro "En el lenguaje lascivo de los perros"
del libro "En el lenguaje lascivo de los perros"
Excelente historia, como todas las otras tuyas. Feliz de verte escribiendo, tu hermano Juan M. Roca
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ResponderEliminarContra… y yo feliz de saber de ti viejito (sé la colombianadas que me dirás por lo de viejito, pero defenderse es aún derecho hasta de los viejos), te llamé al # que me mandaste, (terminando en #345) pero no creo que era el correcto, te mandé un email después, en fin …feliz de verte y espero que veas este mensaje y me respondas al email.
ResponderEliminarVelamenes@gmail.com
Adalberto, un cuento muy entretenido,se asemeja a personajes de la vida real, hay personajes tan excéntricos que se puede escribir muchas cosas de ellos. Me gustó lo descriptivo de la historia. Saludos
ResponderEliminarSi Norberto hay aqui como 3 personajes reales que tienen todas estas caracteristicas que cuento, claro que exagerando siempre.
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