domingo, 8 de noviembre de 2009

Los velorios



En los velorios de Santa Ana de Viajacas, donde los muertos a diferencia de cualquier velorio de la región se velaban setenta y dos horas seguidas, el caldo de pollo llegó  a ser medicación contra todo mal y entre sorbo y sorbo, la carcajada chillona y el golpe en la espalda justo en el momento que se volvían los labios al borde hirviente del jarrito metálico, no faltaba. Cuentan que en un velorio de Santa Ana de Viajacas se hizo una competencia de pulseo justo encima de la caja del muerto y que después de una enconada lucha de dos horas, la madera rustica que componía la caja se partió en dos y salió el muerto por una de las aberturas del cajón y rodó por el piso y se coló como una serpiente babosa por entre las piernas de las viejas que tomaban el caldo y paso por el corredor donde teta en mano amantaban las recién paridas y finalmente golpeó estrepitosamente un piano y emitió un sonoro quejido. Los concurrentes salieron de lugar despavoridos, llevándose los caballos equivocados y dejando atrás montones de sombreros en lo colgadores y bastones y biberones de niños y niños y todo tipo de pertenencias, cuentan que solo dos personas permanecieron en el lugar, la viuda y un ciego que la multitud en desbandada le espantó el perro guía. En los velorios de Santa Ana de Viajacas se olvidaba el tiempo y se hacían cuentos y se echaba mentiras y se acordaban del muerto justo a las setenta y dos horas cuando una bandada de moscas se posaba sobre los huecos de la nariz del difunto y en tono ceremonioso decían los enterradores- ha llegado la hora- y ahí empezaban las viejas- no te lo lleves- y las palabras de elogio del poeta -justo como era se marcho sin dejar más que el justo espacio en que vivía- y empezaban a rezar El Ave María con grandes rosarios de cuentas y llegaban los nietos a poner cartas en los bolcillos del difunto, en fin, que nadie quería que terminara el velorio y la gente hacia como si llorara y se ponían los pañuelos sobre las narices y avanzaban a empujones como un hato de chivos hasta el frente de la caja para ver al muerto.
Y no faltaba a última hora una jícara de caldo de pollo que se pasaba de mano en mano entre la apretada multitud y que le empujaban a la viuda entre sollozo y sollozo y le decían- tienes que ser fuerte- y le empujaban una y otra vez por el tragante la fusión como una medicina infalible contra el dolor, casi siempre la misma vieja que con gran maestría le administraba el brebaje con una mano y con la otra le espantaban las moscas de la cara.

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